El segundo domingo de Pascua se celebra la Fiesta de la Divina Misericordia.
La Fiesta de la Divina Misericordia tiene como fin principal hacer llegar a los corazones de cada persona el siguiente mensaje:
Dios es Misericordioso y nos ama a todos.
CELEBRAMOS LA SOLEMNIDAD DE LA DIVINA MISERICORDIA
La fiesta de la Divina Misericordia y el Año Jubilar de la Familia, el Año jubilar dedicado a San José y la coincidencia con el Jubileo Jacobeo son una intensa llamada a celebrar, vivir y contemplar el Misterio de la Cruz y de la Resurrección de Jesucristo, en el que se ha revelado en plenitud la misericordia del Padre, y en el que nuestra vida queda insertada en Cristo y transfigurada a su imagen, para ser misericordiosos como el Padre. Este paso con Cristo de la muerte del pecado a la vida de la gracia es la peregrinación espiritual que de forma permanente estamos llamados a realizar, con firme decisión, sacrificio y apertura a la conversión.
En la Eucaristía de los pasados días de la Octava de Pascua, que prolonga el gran Día de la Resurrección del Señor, hemos leído los relatos de las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos, y los primeros anuncios realizados en público por los apóstoles sobre la resurrección de Jesús.
Los primeros discípulos y apóstoles tuvieron que realizar una peregrinación física desde el sepulcro vacío hasta los diversos lugares en los que Jesús resucitado salió a su encuentro: el huerto del sepulcro, el camino de Emaús, el cenáculo y el lago de Tiberíades. Pero realizaron sobre todo una peregrinación espiritual desde el dolor, la desolación, el temor y la desesperanza hasta el asombro, la admiración, la alegría, la fe firme y la esperanza inquebrantable.
En esta peregrinación fueron mantenidos por el recuerdo agradecido y el amor al Maestro, especialmente María Magdalena y el apóstol Juan. Éste fue el único al que su amor le hizo capaz de interpretar el significado del sepulcro vacío y creer en la resurrección de Jesús antes de verlo en persona. Juan entró en el sepulcro, “vio y creyó”(Jn 20, 8). Todos los demás propiamente no creyeron, sino que fueron vencidos en su incredulidad por la evidencia innegable de la realidad: vieron a Jesús en medio de ellos, comprobaron los signos de la pasión en su cuerpo, pudieron tocar sus heridas, hablaron con él y comieron con él; y fueron testigos de su poder en una nueva pesca milagrosa. Y, además, sintieron como se enardecía su corazón al escuchar sus palabras y
cómo Jesús les abría la mente para comprender las Escrituras y los anuncios que les había hecho de su muerte y resurrección.
El Evangelio personifica en el apóstol Tomás esa dificultad compartida de creer en la resurrección de Jesús. ¡Dichosa incredulidad que viene en ayuda de nuestra fe! Porque también nosotros, como tantas otras personas de hoy, podemos sentirnos llenos de dudas y preguntas ante la cruz de Jesús y su sepulcro vacío. Son en el fondo dudas y preguntas sobre nuestra propia muerte y sobre la posibilidad de la resurrección y la vida eterna. Y también pueden ser vacilaciones e inseguridades que acompañan al cansancio, la decepción y la tristeza por el peso de nuestros pecados, que no conseguimos superar.
No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. No nos encerremos en nosotros mismos; no perdamos la confianza en la fuerza transformadora del amor de Dios. No hay situaciones que Dios no pueda transformar con la fuerza del Espíritu de su Hijo resucitado. Acerquémonos una vez más a Cristo resucitado con firme esperanza.
No hay miedo a la muerte que no pueda ser vencido por quien nos ha anunciado: “No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del abismo”. No hay pecado que no haya sido redimido por la sangre de Cristo y que no pueda ser perdonado por quien nos ha dicho: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”.
Pero Jesús ha indicado también que nuestros pecados pueden ser retenidos por quienes han recibido el Espíritu Santo para perdonar. Esto sucede cuando nos falta la fe y la confianza en el amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesucristo; cuando nos encerramos en la autosuficiencia y carecemos de la humildad necesaria para reconocer nuestros pecados y la necesidad de la misericordia de Dios. Cuando nos creemos el único Dios y Señor de nuestra propia vida y excluimos el camino de la conversión a Dios.
Queridos hermanos: En nuestras situaciones de duda y de tentación de autosuficiencia, volvamos con Tomás a Jesús resucitado. ¡Demos gracias a Tomás, que acredita con sus dudas superadas la verdad de su testimonio sobre Cristo resucitado! Y hagamos nuestra su confesión final de fe explicita en el significado de la resurrección de Jesús para él mismo y para nosotros. Tomás contempló el cuerpo llagado de Jesús, y le reconoció como “Señor mío y Dios mío”. Confesó más de lo que vio. La misericordiosa pedagogía del resucitado ha convertido al apóstol “incrédulo” en perfecto y consciente creyente. Y así Tomás es pedagogo de nuestra fe; gracias a él hemos creído con más facilidad sin haber visto, y nos sentimos bienaventurados y dichosos en la fe, incluso en las situaciones de tribulación y persecución por el testimonio de Jesús, como las sufridas por Juan en el destierro en la isla de Patmos.
Los apóstoles dieron testimonio de Cristo resucitado con su predicación, anunciándolo como “Señor y Mesías” (Hch 2,36), y llamando a la conversión: Por tanto, “convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,18). Y acreditaban esta enseñanza con los signos y prodigios que realizaban en su Nombre: curaban enfermos y poseídos de espíritus inmundos. Pedro curó a la vista de todos a un cojo de nacimiento y proclamó con valentía ante el pueblo: “Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. Por la fe en su nombre, este, que veis aquí y que conocéis, ha recobrado… completamente la salud” (Hch 3, 13-16). De forma semejante dio su testimonio ante las autoridades y lo completó añadiendo: “No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos” (Hch 4, 9-10.12).
Los apóstoles continúan de forma manifiesta la misión de Jesús, en su nombre y con su poder. Y el grupo de los discípulos, por su parte, da testimonio de la resurrección con la unidad y el amor, en su vida transformada por el Espíritu del Resucitado. Así, una multitud de hombres y mujeres se adherían al Señor. Y aquella primera comunidad, apóstoles y discípulos, nos muestra los caminos eficaces del testimonio misionero, también para nuestra situación.
Dar fe al mensaje y creer a los testigos de la resurrección, lleva a la experiencia personal del encuentro con Jesús Resucitado en la propia vida. Y así, el Señor nos cambia totalmente la vida. Ya nada es como antes en nuestra vida y en la historia de la humanidad. Jesús no está muerto, ha resucitado, es el Viviente. No es simplemente que haya vuelto a vivir, sino que es la vida misma, porque es el Hijo de Dios, que es el que vive (cf Nm 14,21-28; Dt 5,26, Jos 3,10). Jesús ya no es del pasado, sino que vive en el presente y garantiza el futuro; Jesús es el “hoy” eterno de Dios. Así el mismo Jesús resucitado en persona es la victoria sobre el pecado, sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo que oprime la vida, y le da un rostro menos humano. Y este es un mensaje de vida plena y gozosa para todos nosotros.
Muchas veces necesitamos que la palabra de Dios nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Los problemas, las preocupaciones de la vida cotidiana tienden a que nos encerremos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura…, y es ahí donde está la muerte. Aceptemos que Jesús resucitado entre en la vida de cada uno, abrámosle las puertas como a un amigo, con confianza: ¡Él es la vida! Si a veces hemos estado lejos de él, demos un pequeño paso hacia su encuentro: nos acogerá con los brazos abiertos. Si hemos sido un tanto indiferentes, aceptemos el riesgo de admitirle más en nuestra vida, y no quedaremos decepcionados. Si nos parece difícil seguirlo, no tengamos miedo, confiemos en él, tengamos la seguridad de que él está cerca, con cada uno de nosotros, y nos dará la paz y la alegría que buscamos y la fuerza para vivir como él quiere.
En la celebración de la Divina Misericordia contemplamos cómo la acción de Dios en su Hijo muerto y resucitado ha abierto una senda de luz y salvación en la vida de cada uno de nosotros. Damos gracias a Dios por ello. Y nos unimos de forma especial a la acción de gracias de nuestra hermana Marion, que va a ser bautizada. Confesamos con ella la fe en Cristo Resucitado, que ha salido a su encuentro para compartir ya siempre su vida con ella, para ser su camino, su verdad y su vida. La acogemos gozosos en la comunidad de hermanos en Cristo, y alabamos a Dios con ella por la vida nueva en el Espíritu, que el Señor le regala en el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Anhelamos compartir siempre con ella la misión de ser testigos de la alegría del Evangelio de Jesucristo en medio del mundo.
CELEBREM LA SOLEMNITAT DE LA DIVINA MISERICÒRDIA
La festa de la Divina Misericòrdia i l’Any Jubilar de la Família, l’Any jubilar dedicat a San José i la coincidència amb el Jubileu Jacobeo són una intensa cridada a celebrar, viure i contemplar el Misteri de la Creu i de la Resurrecció de Jesucrist, en el qual s’ha revelat en plenitud la misericòrdia del Pare, i en el qual la nostra vida queda inserida en Crist i transfigurada a la seva imatge, per a ser misericordiosos com el Pare. Aquest pas amb Crist de la mort del pecat a la vida de la gràcia és la peregrinació espiritual que de manera permanent estem cridats a realitzar, amb ferma decisió, sacrifici i obertura a la conversió.
En l’Eucaristia dels passats dies de l’Octava de Pasqua, que prolonga el gran Dia de la Resurrecció del Senyor, hem llegit els relats de les aparicions de Jesús ressuscitat als deixebles, i els primers anuncis realitzats en públic pels apòstols sobre la resurrecció de Jesús.
Els primers deixebles i apòstols van haver de realitzar una peregrinació física des del sepulcre buit fins als diversos llocs en els quals Jesús ressuscitat va sortir a la seva trobada: l’hort del sepulcre, el camí de Emaús, el cenacle i el llac de Tiberíades. Però van realitzar sobretot una peregrinació espiritual des del dolor, la desolació, el temor i la desesperança fins a la sorpresa, l’admiració, l’alegria, la fe ferma i l’esperança indestructible.
En aquesta peregrinació van ser mantinguts pel record agraït i l’amor al Mestre, especialment María Magdalena i l’apòstol Joan. Aquest va ser l’únic al qual el seu amor li va fer capaç d’interpretar el significat del sepulcre buit i creure en la resurrecció de Jesús abans de veure-ho en persona. Juan va entrar en el sepulcre, “va veure i va creure”(Jn 20, 8). Tots els altres pròpiament no van creure, sinó que van ser vençuts en la seva incredulitat per l’evidència innegable de la realitat: van veure a Jesús enmig d’ells, van comprovar els signes de la passió en el seu cos, van poder tocar les seves ferides, van parlar amb ell i van menjar amb ell; i van ser testimonis del seu poder en una nova pesca miraculosa. I, a més, van sentir com s’enfervoria el seu cor en escoltar les seves paraules i
com Jesús els obria la ment per a comprendre les Escriptures i els anuncis que els havia fet de la seva mort i resurrecció.
L’Evangeli personifica en l’apòstol Tomàs aquesta dificultat compartida de creure en la resurrecció de Jesús. Feliç incredulitat que ve en ajuda de la nostra fe! Perquè també nosaltres, com tantes altres persones d’avui, podem sentir-nos plens de dubtes i preguntes davant la creu de Jesús i el seu sepulcre buit. Són en el fons dubtes i preguntes sobre la nostra pròpia mort i sobre la possibilitat de la resurrecció i la vida eterna. I també poden ser vacil·lacions i inseguretats que acompanyen al cansament, la decepció i la tristesa pel pes dels nostres pecats, que no aconseguim superar.
No ens tanquem a la novetat que Déu vol portar a les nostres vides. No ens tanquem en nosaltres mateixos; no perdem la confiança en la força transformadora de l’amor de Déu. No hi ha situacions que Déu no pugui transformar amb la força de l’Esperit del seu Fill ressuscitat. Acostem-nos una vegada més a Crist ressuscitat amb ferma esperança.
No hi ha por a la mort que no pugui ser vençut per qui ens ha anunciat: “No temis; jo sóc el Primer i l’Últim, el Vivent; vaig estar mort, però ja veus: viu pels segles dels segles i tinc les claus de la mort i de l’abisme”. No hi ha pecat que no hagi estat redimit per la sang de Crist i que no pugui ser perdonat per qui ens ha dit: “Rebeu l’Esperit Sant; als qui els perdoneu els pecats, els queden perdonats”.
Però Jesús ha indicat també que els nostres pecats poden ser retinguts pels qui han rebut l’Esperit Sant per a perdonar. Això succeeix quan ens falta la fe i la confiança en l’amor misericordiós de Déu manifestat en el seu Fill Jesucrist; quan ens tanquem en l’autosuficiència i manquem de la humilitat necessària per a reconèixer els nostres pecats i la necessitat de la misericòrdia de Déu. Quan ens creiem l’únic Déu i Senyor de la nostra pròpia vida i excloem el camí de la conversió a Déu.
Benvolguts germans: En les nostres situacions de dubte i de temptació d’autosuficiència, tornem amb Tomás a Jesús ressuscitat. Demos gràcies a Tomás, que acredita amb els seus dubtes superats la veritat del seu testimoniatge sobre Crist ressuscitat! I fem nostra la seva confessió final de fe explicita en el significat de la resurrecció de Jesús per a ell mateix i per a nosaltres. Tomás va contemplar el cos nafrat de Jesús, i li va reconèixer com a “Senyor meu i Déu meu”. Va confessar més del que va veure. La misericordiosa pedagogia del ressuscitat ha convertit a l’apòstol “incrèdul” en perfecte i conscient creient. I així Tomás és pedagog de la nostra fe; gràcies a ell hem cregut amb més facilitat sense haver vist, i ens sentim benaurats i feliços en la fe, fins i tot en les situacions de tribulació i persecució pel testimoniatge de Jesús, com les sofertes per Juan en el desterrament a l’illa de Patmos.
Els apòstols van donar testimoniatge de Crist ressuscitat amb la seva predicació, anunciant-ho com a “Senyor i Messies” (Hch 2,36), i cridant a la conversió: Per tant, “convertiu-vos i sigui batejat cadascun de vosaltres en el nom de Jesús, el Messies, per a perdó dels vostres pecats, i rebreu el do de l’Esperit Sant” (Hch 2,18). I acreditaven aquest ensenyament amb els signes i prodigis que realitzaven en el seu Nom: curaven malalts i posseïts d’esperits immunds. Pedro va curar a la vista de tots a un coix de naixement i va proclamar amb valentia davant el poble: “Vau matar a l’autor de la vida, però Déu el va ressuscitar d’entre els morts, i nosaltres som testimonis d’això. Per la fe en el seu nom, est, que veieu aquí i que coneixeu, ha recobrat… completament la salut” (Hch 3, 13-16). De manera semblant va donar el seu testimoniatge davant les autoritats i el va completar afegint: “No hi ha salvació en cap altre, perquè sota el cel no s’ha donat als homes altre nom pel qual hàgim de salvar-nos” (Hch 4, 9-10.12).
Els apòstols continuen de manera manifesta la missió de Jesús, en el seu nom i amb el seu poder. I el grup dels deixebles, per part seva, dóna testimoniatge de la resurrecció amb la unitat i l’amor, en la seva vida transformada per l’Esperit del Ressuscitat. Així, una multitud d’homes i dones s’adherien al Senyor. I aquella primera comunitat, apòstols i deixebles, ens mostra els camins eficaços del testimoniatge missioner, també per a la nostra situació.
Donar fe al missatge i creure als testimonis de la resurrecció, porta a l’experiència personal de la trobada amb Jesús Resucitado en la pròpia vida. I així, el Senyor ens canvia totalment la vida. Ja res és com abans en la nostra vida i en la història de la humanitat. Jesús no està mort, ha ressuscitat, és el Vivent. No és simplement que hagi tornat a viure, sinó que és la vida mateixa, perquè és el Fill de Déu, que és el que viu (cf Nm 14,21-28; Dt 5,26, Jos 3,10). Jesús ja no és del passat, sinó que viu en el present i garanteix el futur; Jesús és el “avui” etern de Déu. Així el mateix Jesús ressuscitat en persona és la victòria sobre el pecat, sobre el mal, sobre la mort, sobretot el que oprimeix la vida, i li dóna un rostre menys humà. I aquest és un missatge de vida plena i gojosa per a tots nosaltres.
Moltes vegades necessitem que la paraula de Déu ens digui: Per què busqueu entre els morts al qual està viu? Els problemes, les preocupacions de la vida quotidiana tendeixen al fet que ens tanquem en nosaltres mateixos, en la tristesa, en l’amargor…, i és aquí on està la mort. Acceptem que Jesús ressuscitat entre en la vida de cadascun, obrim-li les portes com a un amic, amb confiança: Ell és la vida! Si a vegades hem estat lluny d’ell, fem un petit pas cap a la seva trobada: ens acollirà amb els braços oberts. Si hem estat una miqueta indiferents, acceptem el risc d’admetre-li més en la nostra vida, i no quedarem decebuts. Si ens sembla difícil seguir-ho, no tinguem por, confiem en ell, tinguem la seguretat que ell és a prop, amb cadascun de nosaltres, i ens donarà la pau i l’alegria que busquem i la força per a viure com ell vol.
En la celebració de la Divina Misericòrdia contemplem com l’acció de Déu en el seu Fill mort i ressuscitat ha obert una senda de llum i salvació en la vida de cadascun de nosaltres. Donem gràcies a Déu per això. I ens unim de manera especial a l’acció de gràcies de la nostra germana Marion, que serà batejada. Confessem amb ella la fe en Crist Resucitado, que ha sortit a la seva trobada per a compartir ja sempre la seva vida amb ella, per a ser el seu camí, la seva veritat i la seva vida. L’acollim amb goig en la comunitat de germans en Crist, i lloem a Déu amb ella per la vida nova en l’Esperit, que el Senyor li regala en el baptisme, la confirmació i l’eucaristia. Anhelem compartir sempre amb ella la missió de ser testimonis de l’alegria de l’Evangeli de Jesucrist enmig del món.